Inicio » Escritos

Shakespeare y el dilema político venezolano

14 septiembre 2005

Por: Alejandro Peña Esclusa

Entre las numerosas obras de teatro de William Shakespeare (1564-1616), una de las más hermosas y conmovedoras es definitivamente «La vida del Rey Enrique V». Además, como ocurre con las obras clásicas universales, constituye un legado moral y una lección de Estado para todas las generaciones, incluyendo —muy particularmente— la nuestra.

Según la versión dramática de Shakespeare, disputas territoriales e insultos proferidos por el príncipe de Francia al Rey Enrique V de Inglaterra (1387-1422), desatan la guerra entre ambas naciones.

Enrique V y su ejército se embarcan entonces para Francia, tomando la ciudad de Harfleur. Los rigores del combate, las fatigas del viaje y las enfermedades van diezmando al ejército inglés en su avance hacia el sur, donde se encuentra el grueso de las tropas francesas.

-Autoridad moral para vencer al enemigo-

Pese a las dificultades, el rey conserva la moral de sus hombres intacta, en primer lugar porque él mismo se comporta intachablemente: «yendo de puesto en puesto y de tienda en tienda… recorre las filas y visita todo su ejército, da los buenos días a sus soldados con una modesta sonrisa y los llama hermanos, amigos y compatriotas».

Explica la obra que en su juventud Enrique tuvo una vida licenciosa, pero que al acceder al trono decidió cambiar de conducta, al percatarse que ello era indispensable para cumplir adecuadamente con sus responsabilidades de Estado. Por eso, cuando el príncipe de Francia vaticina confiadamente el triunfo sobre los ingleses alegando el carácter disoluto de Enrique, el enviado inglés, Exeter, le responde: «Estad seguro que encontraréis una diferencia, la misma que nosotros, sus súbditos, hemos descubierto con admiración, entre las promesas de sus verdes años y las cualidades de que da pruebas hoy».

En segundo lugar, porque el rey no le permite a su ejército cometer barbaridades o actos de corrupción, castigando incluso con la horca a todo aquel que viole estas normas. Cuando le informan que uno de sus hombres robó, Enrique responde solemnemente: «Querríamos que todos los delincuentes de tal especie fuesen colgados, y damos orden expresa de que en nuestras marchas a través del país nada se coja en los pueblos por la violencia; nada se tome sin pagarlo; que ningún francés sea insultado o maltratado con lenguaje depresivo; porque cuando la dulzura y la crueldad entran en juego en un reino, el más bondadoso de los jugadores es el que más pronto gana».

Tampoco se le permite actuar con banalidad y con superficialidad. Uno de los capitanes dice a los soldados: «¡Hablad más bajo! Si queréis tomaros solamente el trabajo de examinar las guerras de Pompeyo el Grande, descubriréis, os lo certifico, que no había charlatanerías ni puerilidades en el campamento de Pompeyo; os certifico que veréis cómo las ceremonias de las guerras y sus precauciones, y sus formas, y sus sobriedades eran de muy otra manera».

Otro aspecto que levanta la moral de las tropas es la justeza de la causa: «Me parece que yo no moriría en ninguna parte con más alegría que acompañando al rey, pues su causa es justa y su querella honorable».

-La importancia de la fuerza espiritual-

Uno de los elementos más conmovedores del drama es el compromiso que Enrique V logra infundir en sus soldados, partiendo del suyo propio.

Al llegar al pueblo de Agincourt, el ejército inglés no llega a diez mil hombres, famélicos y desgastados; mientras que los franceses, por su parte, han reunido un contingente de setenta mil hombres, robustos, descansados y bien pertrechados. Pero, en lugar de aceptar la solicitud de rendición que le ofrecen los franceses, Enrique V decide ofrecer combate.

La obra no describe al rey como un insensato, capaz de sacrificar a sus soldados por orgullo o por razones mezquinas, sino como un hombre prudente y sabio, que sabe medir las fuerzas del enemigo, sintiéndose preocupado por su superioridad física y numérica. Sin embargo, Enrique V considera más importantes la fuerza moral y la determinación de sus hombres que la fuerza material de sus adversarios, que luchan sin convicción.

Los nobles de Francia actúan con soberbia, alabándose a sí mismos y menospreciando al enemigo. La descripción que hacen de sí es patética: «soplemos únicamente sobre ellos» —dicen— «y el vapor de nuestra valentía los va a derribar. Es evidente que el sobrante de nuestros criados bastaría para purgar esta llanura de tan despreciable enemigo, aun cuando nosotros permaneciéramos ociosos, de charla al pie de esta montaña». Y de los ingleses dicen: «Estas carroñas insulares, que no tienen más que los huesos, están haciendo el más feo efecto sobre la llanura». La noche antes de la batalla, los franceses se atreven, incluso, a jugarse a los dados a sus futuras víctimas inglesas. No es de extrañar que utilizasen epítetos despectivos familiares para nosotros, como «¡escuálidos!» o «excremento humano».

Enrique V, por su parte, mantiene un comportamiento muy diferente. La noche antes del combate, lleno de humildad, se arrepiente de los todos males que haya podido ocasionar durante su vida y hasta de las faltas cometidas por sus antecesores. Luego recorre el campamento, infundiendo ánimo a sus soldados e incitándolos a reconciliarse con Dios: «el soldado en la guerra» —les dice— «debe hacer lo que todo enfermo en su lecho: lavar su conciencia de toda mancilla; si muere en estas condiciones, la muerte es para él una ventaja, y si no muere, el tiempo dedicado a esta preparación será tiempo bendito; y para el que sobrevive, no será un pecado pensar que es la oferta voluntaria que ha hecho a Dios de su persona la que le ha permitido sobrevivir a este día para reconocer Su grandeza y para enseñar a los otros cómo deben prepararse». Finalmente pide por ellos, diciendo: «¡Oh Dios de las batallas! ¡Reviste de acero los corazones de mis soldados; descarta de ellos el temor; quítales la facultad de contar, si el número de sus enemigos debe hacerles perder valor!».

-Pocos, pero comprometidos-

El punto culminante de la obra se da en la escena tercera del acto cuarto. El noble Westmoreland, primo del rey, manifiesta su preocupación frente a la superioridad numérica de los franceses y poco antes de la batalla de Agincourt, exclama angustiado: «¡Oh, si tuviéramos aquí siquiera diez mil ingleses como esos de los que hoy permanecen inactivos en Inglaterra!».

El Rey Enrique inmediatamente contesta: «¿Quién expresa ese deseo? ¿Mi primo Westmoreland? No, mi querido primo; si estamos destinados a morir, nuestro país no tiene necesidad de perder más hombres de los que somos; y si debemos vivir, cuantos menos seamos, más grande será para cada uno la parte de honor. ¡Voluntad de Dios!» —exclama Enrique— «No desees un hombre más, te lo ruego. ¡Por Júpiter! No soy avaro de oro, y me inquieta poco que se viva a mis expensas; siento poco que otros usen mis vestuarios; estas cosas externas no se cuentan entre mis anhelos; pero si codiciar el honor es un pecado, soy el alma más pecadora que existe. No, a fe, primo mío, no deseéis un hombre más de Inglaterra. ¡Paz de Dios! No querría, por lo mejor de las esperanzas, exponerme a perder un honor tan grande, que un hombre más podría quizá compartir conmigo. Proclama antes, a través de mi ejército, Westmoreland, que puede retirarse el que no vaya con corazón a esta lucha; se le dará su pasaporte y se pondrán en su bolsa unos escudos para el viaje; no querríamos morir en compañía de un hombre que temiera morir como compañero nuestro.»

A lo cual Westmoreland, conmovido, replica: «¡Sea la voluntad de Dios! ¡Mi soberano, quisiera que vos y yo solos, sin más fuerzas, pudiéramos luchar en esta batalla!»

Al igual que casi todos los dramaturgos clásicos occidentales, Shakespeare inspiraba algunas de sus escenas en temas bíblicos. El discurso de Enrique V a Westmoreland, se asemeja al relato del Libro de los Jueces, donde Dios ordena a Gedeón decirle a los israelitas que se retiren sin combatir si es que tienen miedo. Luego de la purga, quedan 10 mil para combatir contra los madianitas; pero Dios no queda satisfecho y dice a Gedeón: «son muchos todavía», ordenándole deshacerse de los soldados más materialistas, a los que identifica a través de una simple prueba. Finalmente, quedan sólo 300 hombres, pero absolutamente comprometidos, y es así como Gedeón obtiene un triunfo arrollador (Jueces 7).

También se asemeja al discurso de Judas Macabeo a los israelitas, cuando le reclaman que son muy pocos frente a la superioridad numérica de Serón, comandante del ejército sirio: «¿Cómo podremos luchar» — le dicen— «siendo tan pocos, contra un ejército tan numeroso y fuerte? Además, desde ayer estamos sin comer, y ya no tenemos fuerzas». Y Judas les contesta: «Es fácil que una gran multitud caiga en poder de unos pocos, pues para Dios lo mismo es dar la victoria con muchos que con pocos. En una batalla, la victoria no depende del número de solados, sino de la fuerza que Dios da». «En cuanto acabó de hablar» —relata la Biblia— «se lanzó sin más sobre los enemigos y Serón y su ejército fueron derrotados» (1 Macabeos 3).

-Romper las barreras sociales salvar la nación-

Antes de lanzarse al combate, Enrique V propone una alianza entre nobles y súbditos, en un discurso que ha quedado registrado en la literatura universal como uno de los más bellos y poderosos de la historia del teatro; pero a la vez constituye un claro mensaje de cómo gobernar y de cómo lograr el respaldo nacional para una causa trascendente.

«Este es el día de la fiesta de San Crispín» —dice el rey a sus tropas— «el que sobreviva a este día volverá sano y salvo a sus lares, se izará sobre las puntas de los pies cuando se mencione esta fecha, y se crecerá por encima de sí mismo ante el nombre de San Crispín. El que sobreviva a este día y llegue a la vejez, cada año, en la víspera de esta fiesta, invitará a sus amigos y les dirá: «Mañana es San Crispín». Entonces se subirá las mangas, y, al mostrar sus cicatrices, dirá: «He recibido estas heridas el día de San Crispín». Los ancianos olvidan; empero, el que lo haya olvidado todo, se acordará todavía con satisfacción de las proezas que llevó a cabo en aquel día. Y entonces nuestros nombres serán tan familiares como los nombres de sus parientes… serán resucitados por su recuerdo viviente y saludable con copas rebosantes. Esta historia la enseñará el buen hombre a su hijo, y desde este día hasta el fin del mundo la fiesta de San Crispín nunca llegará sin que a ella vaya asociado nuestro recuerdo, el recuerdo de nuestro pequeño ejército, de nuestro feliz pequeño ejército, de nuestro bando de hermanos; porque el que vierte hoy su sangre conmigo será mi hermano; por muy vil que sea, esta jornada ennoblecerá su condición y los caballeros que permanecen ahora en el lecho de Inglaterra se considerarán como malditos por no haberse hallado aquí, y tendrán su nobleza en bajo precio cuando escuchen hablar a uno de los que han combatido con nosotros el día de San Crispín».

Animados así por su rey, los ingleses se arrojan a la batalla con una ferocidad y determinación inigualables, causando estragos en el ejército francés, que finalmente sucumbe, ante la sorpresa y la humillación de los nobles de París.

Por: Alejandro Peña Esclusa